IÑAKI ÁBALOS
14/07/2007
Luis Peña Ganchegui (Oñate, 1926), uno de los más destacados referentes de
la arquitectura contemporánea en España, ha desarrollado la mayor parte de su
obra en el País Vasco, donde siempre ha atendido a la tradición, la naturaleza
y a los materiales, que ha sabido llevar a los lenguajes actuales.
Hace tiempo, cuando El Peine de los Vientos se acabó de construir, la
revista Carrer de la Ciutat, entonces marginal y ahora codiciada por
coleccionistas, publicó una composición dual que proponía al lector la obvia
comparación entre las dos imágenes allí reunidas, una vista del peine en un día
de oleaje y un detalle del conocido cuadro de Caspar David Friedrich, El
viajero contemplando el mar de niebla (1817-1818), en el que, por así decirlo,
quedó fijada la mirada romántica. Esta mirada había sido alimentada previamente
por la estética pintoresca inglesa de finales del siglo XVIII; autores como
Uvedale Price hablaban ya del placer de pasear entre escenarios variados e
intrincados en los que la naturaleza dejada tal cual, con una cierta rudeza,
procuraba un goce estético nuevo, distinto del proporcionado por el objeto
aislado clásico, y distinto del goce atormentado de lo sublime, intermedio y en
relación dialéctica con ambos. Ésta es la belleza pintoresca, que aspira a
unificar las categorías con las que juzgamos un árbol y un edificio, un río y
un camino, naturaleza y artificio.
Artistas, jardineros y arquitectos aspiraban a construir una síntesis de
cultura y naturaleza basada en el diálogo, en escuchar el lugar. El pintoresco
es un espacio auditivo, determinado por la capacidad para oír al genius loci,
al genio del lugar que desea la realización y la felicidad del lugar (como
Genius, para los latinos el dios al que se confía la tutela de cada persona, el
ángel de la guarda de la tradición cristiana, desea la felicidad de su
protegido). Dejar que las cosas hablen y dar forma a aquello que quieren ser.
Ésa es la primera condición para crear un verdadero espacio público pintoresco,
algo no tan anclado al pasado si bruscamente pasamos al siglo XX y dejamos a Le
Corbusier hablar de lo que denominaba "espacio inefable", como una
resonancia acústica que se establecerá en los momentos de mayor intensidad
entre hechos de la naturaleza y arquitectónicos, una armonía "musical"
producto de escuchar el lugar...
Peña, Luis Peña Ganchegui, el arquitecto que trabajando en la ciudad
pintoresca por antonomasia, San Sebastián, ha enseñado tanto a tantos, es desde
luego el gran intérprete de esa forma acústica, esa gran oreja que es la traza
entera de San Sebastián hablándole a él y sólo a él -paradojas del destino,
sordo como dice ser Peña siempre que le conviene serlo y, sin embargo, con un
oído tan fino cuando las cosas le interesan-.
Lo curioso de su propuesta es que, cuando nadie estaba aquí interesado por
estos temas, él parecía dominarlos como si formasen parte de su ADN. Y hoy, que
seguimos viendo estos espacios de Peña en San Sebastián (o mejor este San
Sebastián ya por siempre "peñizado") como estrictamente
contemporáneos, y que estas ideas están en las pantallas de los ordenadores de
los arquitectos, sigue siendo difícil emular su belleza y su intensidad (algo
sin duda hay en el cementerio de Igualada de Enric Miralles, y en la plaza de
Sants en Barcelona de Piñón y Viaplana). Una de las razones de su brillante
contemporaneidad estriba en que Peña no se quedó en emular a los románticos
sino que avanzó unos pasos más, influido directa o indirectamente por el
materialismo existencialista de su amigo Eduardo Chillida, pero también
distanciado de él por su pragmatismo y sentido común, capaces de desarmar
cualquier discurso elevado con media sonrisa socarrona.
"Genius materiae": una expresión que en los últimos años
nos hemos acostumbrado a oír, con éstas o con otras palabras más modernas, como
"material organizations" o "digital expanded surfaces",
expresiones todas que vienen a contarnos ahora que una organización algorítmica
de la materia, contrariamente de la tradicional separación entre sustancia y
forma aristotélica, permitiría construir la forma arquitectónica basándose en
atender (¿escuchar?) a sus propios procesos formativos materiales, acoplándose
digitalmente a ellos, en un nuevo materialismo que, además, permite acercar
diseño y producción gracias a los programas CAD-CAM. "Fabrications"
es la palabra con la que los arquitectos americanos entretienen su fascinación
por la producción digital de patterns (patrones) que admiten variaciones
algorítmicas dando lugar a superficies con texturas variables formadas por
elementos discretos (todavía las tecnologías CAD-CAM no permiten grandes
tamaños tridimensionales) que pueden pasar por ejemplo de la opacidad a la
transparencia, siempre basándose en mantener constantes sus leyes de trabazón.
Chillida, en un lenguaje más próximo a Heidegger (quien sin duda cuando
hablaba de los "divinos" o cuando paseaba por el bosque alrededor de
su cabaña en la Selva Negra dialogaba con el genius loci), hablaba de
"escuchar la materia", de que su trabajo consistía en dejarla emerger
-acero, madera, hormigón, piedra, materiales todos dotados de un espesor
temporal, de un significado existencial, ontológico, que el artista
desvelaba...-.
Peña descubriría que los almacenes del Ayuntamiento de San Sebastián estaban
llenos de los adoquines utilizados previamente a asfaltar la ciudad y, cuando
"por cuatro duros" -como él lo ha descrito-, le encargan ese cuarto
trasero que era el espacio hoy ocupado por la plaza de la Trinidad -una
intervención única ésta de convertir en una plaza una trasera inmunda chocando
contra las faldas de Urgull-, ante aquella topografía endiablada y la falta de
programa, dinero y forma, concibió su sistema de organización material capaz de
dar consistencia y sentido a aquel dislate, incluir un programa de deportes
vascos y crear un graderío en el arranque del monte, que convirtió el lugar en
el sitio donde pasaba y pasa siempre lo más interesante de la ciudad -desde
luego el festival de jazz, que ha convertido aquel lugar en un verdadero y
emocionante espacio acústico, favorito y siempre halagado por las grandes
estrellas que lo visitan, encantados de que esa amalgama de colinas, piedras,
personas y medianeras cree un recinto tan íntimo en medio de la ciudad-. El
adoquín, tan antiguo que se había eliminado del inventario municipal, es el
genius materiae que todo lo resuelve, naturaleza y artificio, píxel que tiene
sus leyes de organización inscritas en él mismo.
Yendo para atrás, Peña dio un gran salto hacia delante en el tiempo, un
salto que le permitió acometer El Peine de los Vientos sabiéndolo todo ya, sabiendo
cómo había que construir en el límite entre la montaña y la ciudad, pixelizando
el relieve y adaptándolo al paso humano: el escalón, la grada, la plataforma.
El diálogo con el lugar ya era una conversación de viejos colegas (tú por
aquí...) y la relación con el materialismo de Chillida tan buena, tan fácil,
que durante mucho tiempo tuvo que ver con su media sonrisa como todas las
felicitaciones y piropos iban para aquellas piezas de acero corten o hacia las
"estructuras sonoras" -de nuevo la acústica del viento y el mar- que
se quisieron afinadas por Luis de Pablo. Y apenas nadie se detenía a pensar que
la felicidad del lugar, ese gran logro del personaje admirable que es Peña, es
lo más emocionante del recinto, el ungüento que hace que todo entre en "resonancia",
creando un lugar que uno percibe tan feliz de ser así, tal y como es, que no
hay donostiarra que no utilice este rincón del paseo para encontrarse de cuando
en cuando consigo mismo, para meditar hacia dentro con la mirada perdida hacia el
infinito, exactamente igual que el personaje que inmortalizó Friedrich, que no
ha dejado de acompañarnos ni un instante en esta visita a los lugares en los
que San Sebastián se encontró con la modernidad, precisamente porque se
reconoció como la ciudad más pintoresca jamás imaginada.
Nota: La rutina hace invisibles las cosas. La plaza de la Trinidad ha ido
paso a paso aceptando cambios, cierres, pinturas, nuevos usos,
repavimentaciones, y siempre ha aguantado cada nueva intrusión. Pero volver a
ella tras 10 años sin visitarla produce un gran dolor, ninguna arquitectura de
tanta categoría resiste tanta acumulación de pequeñas heridas. ¿Sería mucho
pedir dejarla para siempre en el esplendor con el que se construyó?
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